Las elecciones sirven para conocer lo que se escogió. Aunque en este caso había señales de sobra, la euforia por el triunfo abrió paso a una desinhibición que no deja ya lugar para dudas o matices. Cada mañana, López Obrador manda los mensajes que mejor lo retratan, sin empacho, sin diques. No es un buen retrato de la persona ni del gobierno. Entre otras cosas, resaltan un par de disociaciones recurrentes: una, con respecto a cualquier dolor que sus decisiones provocan, sea de los que dependen de un comedor comunitario, o de una guardería, o de su trabajo en el gobierno, o de un hospital público, por mencionar sólo algunos de los damnificados recientes. “Ustedes perdonen las molestias” dice, mientras el país se contrae y se incendia. No es que anteriores gobiernos fueran un ejemplo de empatía, pero en este caso la crueldad se asoma sin vergüenza. La segunda disociación, probablemente resultado de un letargo intelectual, es con respecto a cualquier evaluación racional, incluso cuando el sentido común está a la mano. Ahora lo que se despliega es una presuntuosa aversión hacia la ley, los números, las ideas medianamente elaboradas.
Hay diversos análisis, quizá demasiados, sobre el personaje, sus orígenes, su formación, sus ideas. Enrique Krauze ha elaborado sobre sus fundamentos “teológico-políticos”. En un artículo reciente (“Tras los pasos de López”, de Rodrigo Navarrete), se propone una derivación de la catequesis exaltada de los curas de pueblo. Es interesante la referencia, aunque la similitud es bastante obvia. Y no muy grata. En otro tiempo, “Canoa”, de Felipe Casals, fue una película importante que recreaba el linchamiento real de unos jóvenes en una comunidad envenenada por el cura. En ese caso, no por “conservadores” sino por “comunistas”, pero da lo mismo. En la política del encono las etiquetas son indispensables no por lo que dicen, sino para no perder tiempo pensando, y mantener la atención en puntos fijos que la frustración pueda encuadrar. Hay maldades que mutan para continuar reptando. “Canoa” está vigente.
No hay mucho más que escarbar ni que analizar. Encumbrado por las emociones que desató la frivolidad cleptómana que lo precedió, el presidente predicador está ahora cómodo con el poder formal, ése que tanto denostaba mientras lo procuraba. Ahora, con sus defectos triunfantes, todo suma a dos proyecciones esenciales, la victimización y la superioridad moral. Desde luego, resulta lamentable observar a quien se dice víctima desde la cima del poder, pero no es extraño. Innumerables personajes con desempeños violentos se presentan como respuesta a un agravio. Llegaron para saldar cuentas. La victimización es esencial porque es la que justifica una carrera política dedicada a construir enfrentamientos y ofertar providencia.
El otro elemento central es la superioridad moral, que sirve para trivializar cualquier principio de responsabilidad, y justificar mentiras y amenazas. Es curioso que, con lo anterior en plena vista, haya quienes lo consideren un gran comunicador. El hartazgo con “el pasado”, una credulidad todavía muy amplia, y desde luego el cinismo, pudieran explicar la atribución de cualidades inexistentes. Cualquier mexicano promedio podría comunicar con igual o mayor eficacia, sobretodo si se le colocara en medios durante un par de décadas. Si nos vamos unos escaloncitos más arriba, siendo López Obrador un gran comunicador, ¿qué son Trotsky, Churchill o Luther King? No importa, la pregunta no aplica porque cuando uno se postra ante un político, como adepto o como opositor, suele convertirlo en una categoría en sí mismo.
Dogmático, binario, insensible, elemental, víctima, despachador de odios y miedos, demagogo, lo suyo es él mismo y finalmente le llegó el momento. Él es la justificación de un movimiento/partido con reclamos, con ilusiones, pero sin identidad, sin contornos, sin ideas, sin proyecto. Morena emerge como síntoma y causa del colapso del sistema de partidos, pero por ahora el movimiento es sólo la representación y el instrumento de una sola voluntad, y la voluntad se ha expresado: la prioridad es destruir lo que se ha dado en llamar el “antiguo régimen”. Carthago delenda est se decía en Roma para dejar en claro que su objetivo no era vencer sino destruir y no dejar huella de la existencia de su enemigo africano.
El problema en esta historia es que los principales representantes políticos y económicos del régimen neoliberal no se quieren pelear; de hecho, los distingue el servilismo con quienes sólo llegan para irse, porque los que se quedan siempre son ellos. Esto ha significado que toda la energía se haya dirigido contra el gobierno mismo. Quizá algunos adeptos inteligentes entiendan o intuyan el costo de los recortes draconianos en curso, dadas las urgencias y emergencias que deben atenderse, pero el valor simbólico de la demolición es por lo visto superior a cualquier otro cálculo. Podría ser el dilema de la “máxima flexibilidad táctica”, que termina opacando, prostituyendo o invalidando la estrategia misma. Pero por lo pronto no hay contradicción cuando ni siquiera se logra poner en blanco y negro alguna idea general de lo que se busca instaurar.
Así las cosas, lo que hoy por inercia seguimos llamando gobierno, es un palimpsesto virtual con lo que se haya entendido que se dijo cada mañana, vigente sólo por unas horas. Es en verdad grotesco ver con cuánta enjundia prominentes desleales defienden desde el Ejecutivo o el Legislativo una militarización o una nueva ley educativa cuando hace poco aplaudieron sin chistar políticas diferentes e incluso opuestas. Así pasa cuando las características predominantes del equipo son el fanatismo, la ignorancia, la conveniencia, el miedo y la ansiedad por los nuevos negocios. Nada nuevo, todos lo sabemos, pero al menos antes estos atributos convivían con la experiencia, el talento y el sentido de gobierno. Ya no.
Obviamente, ni al caso pretender una planeación. Por eso el Plan Nacional de Desarrollo resultó un pasquín trasnochado de autoayuda. Lo que se impone es un torrente desordenado de ocurrencias, en el que las incongruencias y las mentiras no sólo pierden impacto, sino que se convierten en ingredientes naturales de la atropellada verborrea. En este vacío intelectual alcanzan a emitirse directivas, generalmente reflejos al vuelo destinados a subordinar… amagando a otro poder, derogando o violando una ley, destruyendo o debilitando una institución, amedrentando a organizaciones sociales, o a medios de comunicación, o a la persona del día. Lo demás son trazos de brocha gorda: la destrucción de instituciones que pudieran obstruir la imagen del líder; la desconexión de todo lo que en el mundo significa desarrollo, medio ambiente y democracia; aventar todo el dinero que se pueda a PEMEX y a la repartición de efectivo, y la militarización por la vía legal, operativa y presupuestal, con manifiesta intencionalidad política. Cuando el presidente le dice al Ejército que sus generales no son parte de la mafia en el poder, además de ridículo, como si el presidente y el instituto armado estuvieran en el sótano de la casa, se revuelca al Estado y a las instituciones responsables de su defensa, en el lodo de su eterna campaña política.
Desde luego, de nueva cuenta, no es que el país sea ajeno a la degradación de los comportamientos, las formas y el discurso públicos, de lo que entendemos por “política” en general, pero nunca como hoy se había rebajado la esencia del gobierno al nivel de una pandilla disfuncional. Ahora, debería ser obvio que ni el Ejército ni el dinero pulverizado en millones de cheques alcanzan para gobernar. Ése es quizá el principal error del presidente y de su equipo: suponer que gobiernan. En el país, no hay ningún gobernador que gobierne realmente su estado, y el presidente no gobierna al país. No hay manera, con estos niveles de violencia y de pobreza, y con la debilidad del Estado mexicano, se midan como se midan.
Podrán manejarse presupuestos, promulgarse leyes y administrarse contratos, pero eso es otra cosa. México tiene un presidente y un gobierno sólo en sus acepciones más formales. Ciertamente, un no-gobierno no implica inmovilismo. La capacidad para hacer daño está debidamente acreditada. Esa es la tragedia: que en un momento en que lo urgentísimo es reconstruir instituciones y capacidades del Estado, llegó el bulldozer con tal frenesí que es ya difícil llevar el recuento de la devastación: los asaltos inmisericordes a la economía; las grandes obras inútiles; la farsa de la Guardia Nacional; la jibarización del gobierno; el ataque a cualquier proyecto educativo, cultural o científico digno del nombre; o la eliminación de programas socialmente indispensables, lo que debería tener un lugar especial en cualquier salón dedicado a los momentos estelares de la infamia.
La violencia tiene un papel relevante en esta historia, no sólo por la monumental crisis, sino porque también se integra a la agenda política del gobierno. Se usa para justificar una militarización a fondo del país, y se usa también como parte del eterno complot: los asesinatos son “adrede” para desacreditar al jefe, y el jefe mismo dice que las amenazas contra un periódico crítico, es decir, un periódico que sería normal en cualquier parte del mundo, son también parte de la confabulación. No describe, ni mucho menos enfrenta, la realidad del tema, quizá porque aún no la asimila. Empieza porque en el país no hay “un Estado”, sino distintas expresiones de fuerza estatal, que combaten y en ocasiones se combaten, que negocian, que se coordinan, que se vigilan, de distintas formas y por distintas vías. Por su parte, los grupos criminales son grandes, medianos o pequeños, especializados o no, bien armados o no, con agendas o sin ellas. Y los que mandan seguirán mandando y matando, porque esa es la forma de mandar hoy en el país.
No están en la prensa, no todos, pero los conocen en sus ciudades y en sus pueblos, y seguramente no están muy preocupados por los fuegos artificiales del estamento político-administrativo, por mucho que éste hoy se presente como representación del pueblo. En estos torbellinos no hay etapas ni planes; muchísimo menos tácticas o estrategias, ni de unos ni de otros. Las fuerzas e intereses son difusos y cambiantes. Cada quien defiende algo un día, y luego no. Reacciones incomprensibles, acomodos imaginarios, jefes de un día, sutilezas imperdonables y catástrofes intrascendentes. Es evidente que nuestra violencia es el tobogán hacia nuestra ingobernabilidad. Pensar que, en este desmadre, alguien lleva la voz cantante es, por decirlo muy suave, una ingenuidad. Pero además, prostituir el poder legal y legítimo para enviar mensajes conciliatorios a criminales, y en cambio hostigar a quien no se subordina, puede también tener varios nombres, ninguno amable.
En fin, la nave va con el “pueblo” comprimido en un partido y representado en la plaza de turno, a veces para votar sobre cualquier asunto que se pudiera ofrecer. Es el kiosko convertido en nación y en Estado. Habrá a quien esto le parezca romántico, pero por lo pronto, sabemos que ello se traduce en un gobierno mutilado e inoperante, en el abandono de responsabilidades elementales, y en un discurso que campechanea absurdos, mentiras y amenazas. Va a ser muy difícil seguir llamando a esto “democracia”.
Es verdad, el movimiento es hoy muy poderoso pero es también muy frágil. A pesar de la demagogia que lo envuelve, sus principales enemigos no son externos; son la soberbia, la ignorancia y la ineptitud de sus dirigencias formales e informales. Es una construcción grande, pero de barro, que deberá resistir los vendavales que ella misma provoca o agrava. En esta interesante historia se abren mil incógnitas. Una de ellas es de qué tamaño será el desencanto.
* José Antonio Polo Oteyza es director general de @causaencomun.